jueves, 13 de noviembre de 2008

García Marquez

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando el ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de otros ahogados de mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
- Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo “siéntese aquí, Esteban, hágame favor”, y él recostado contra las paredes, sonriendo, “no se preocupe, señora, así estoy bien”, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas la visitas, “no se preocupe, señora, así estoy bien”, sólo para no pasar la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían “no te vayas, Esteban, espérate siquiera que hierva el café”, eran los mismos que después susurraban “ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso”. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
- ¡Bendito sea Dios –suspiraron-: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando por aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto “quítate de ahí, mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto”, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, “en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo”. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le dieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron la necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro “ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso”, porque ellos iban a pintar la fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, “miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir bajo las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde mirar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban”.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Bioy Casares.


El caso de los viejitos voladores


Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso". En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas. Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia. En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca. La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina. Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio. "En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado. Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura". Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: –¿Usted es arqueólogo? –No, ¿Por qué? –¿No me diga que es escritor? –Tampoco. –Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto. –Me parece que usted no le tiene simpatía. –¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares. Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó. "Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa. –Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto? –¿Usted es médico? –me preguntó–. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor. –¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud? –¿De qué operaciones me está hablando? –Operaciones quirúrgicas. –¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran. –Entonces, ¿por qué viaja? –Porque me dan premios. –Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios. –Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio. –¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes? –Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron. –La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes. –Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma. –A mí puede decirme cualquier cosa. –Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Borges, no necesita presentación...

Las Ruinas Circulares

Nadie lo vio desembarcar unánime anoche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoran los incendios de antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si anduviera la importancia de aquel exámen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, considera las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba en un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y que sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistirían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho mas arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombre derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer –y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, agua abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, que vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noche secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humareadas que herrumbraron el metal de las noches; después de la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñandolo.

viernes, 7 de noviembre de 2008

EL PEQUEÑO DETALLE

Es falso que no haya crimen perfecto.A la televisión, por ejemplo, la asesinaron impunemente. Y aunque todos sabemos quiénes son los asesinos, ahí los vemos; de lo más tranquilos; rematando a la pobre todos los días, como si ya no estuviera muerta de pies a cabeza. A la cultura también le metieron seis o siete premios por la espalda... y no pasó nada. Bueno, podría citar veinte o treinta casos de crímenes perfectos contra la Economía, contra la tranquilidad pública, contra el derecho a la felicidad, contra la persona humana... pero no vale la pena y sí, más bien, quisiera referirme al caso de García que, sin tener influencia de ninguna especie, estuvo, realmente a punto de cometer un crimen (más específicamente, un asesinato) perfecto. García era un hombre meticuloso, detallista, atento a los pormenores y puntilloso a un grado desesperante. Por eso; cuando –en la intimidad del Insomnio- decidió que su suegra había vivido mucho más de lo aceptable, una vieja de miércoles como ella, García dio comienzo a la planificación del crimen comprándose una libretita donde fue escribiendo el guión del mismo con la minuciosidad de un laboratorista: Horas, minutos, circunstancias, personajes, coartadas... nada faltó en la libretita al cabo de ocho días cuando García consideró que todo estaba listo para librarse de aquellos ochenta kilos inaguantables; de madre política; que venía soportando desde hacía catorce años. Su última acotación decía: “Domingo, cuatro y media de la tarde. Hora Cero”.Dicho y hecho: el domingo a las cuatro y media de la tarde, García que regresaba de un almuerzo familiar, con su señora, sus tres cuñadas, los maridos de estas últimas y la candidata a dejar este valle de lágrimas, sugirió tomar un refresco para bajar el calor ambiental y recuperar el agua perdida en la transpiración de ese día calurosísimo. Todos aceptaron de buen grado la invitación y, cinco minutos más tarde, la vieja caía al suelo, sin tener tiempo de echarle la culpa a nadie (particularmente a García) como era su costumbre. Bien, inútil describir lo que sucedió en los primeros minutos; porque en todos los crímenes pasa lo mismo: Gritos, manos en la boca, desmayos, abrazos protectores, alguien que pide un médico (siempre aparece un radiólogo) un otorrino, un oculista o cualquiera de una especialidad completamente inútil para el caso) y; por último; la policía que, como siempre, considera que todo el mundo –inclusive el muerto- es sospechoso, del crimen. O de cualquier cosa, pero inocente no es. Llegó el Juez del Crimen y, hombre experimentado apenas vio el cadáver de la vieja en el suelo, declaró con absoluto convencimiento:-Ajá, se trata de una mujer...!-¡Caramba –se admiro su secretario; que lo adulaba de oficio- ¿Cómo lo supo tan rápido?!-¿Los años; muchacho –respondió filosóficamente su jefe, poniéndole una mano sobre el hombro- los años y un poco de intuición...!García, que era el más apesadumbrado, se acercó al juez.-Señor –le dijo- yo soy hijo político de la cadáver... perdón de la señora aquí difunta, y en nombre de la familia... todos los presentes somos de la familia... quisiéramos saber...-No se preocupe, ahora la policía tomará nota de las circunstancias en que se produjo el deceso y el cadáver irá a la morgue para la autopsia correspondiente...-¡A mi mamá que no la abran –gritó la mujer, de –García; ahorcando al marido al prendérsele de la corbata.-¡Hijita; no la van a abrir –la consoló García- ¿Acaso tu mamá es una puerta...? Quédate tranquilo, que las cosas tienen su forma legal... y no te sueñes con mi corbata porque es la única que va con este terno, hija...!El despistaje policial no arrojó fórmula de sospecha alguna y, salvo las diligencias de costumbre, sólo se esperaba los resultados de la autopsia para deslindar completamente cualquier responsabilidad. Horas más tarde, en el despacho policial. García y los suyos recibieron el informe del médico forense.-Señores –dijo la autoridad respectiva- La señora falleció a consecuencia de un envenenamiento fulminante, ocurrido en el momento de tomar ese refresco y en el lugar donde ocurrió su muerte. Dicho envenenamiento se ha producido sin intervención de mano criminal y sólo por mecanismos tóxicos ajenos a la responsabilidad de ustedes. Yo no estuve presente en el escenario de la muerte y; por lo tanto –sólo en cuestión de fórmula- quisiera completar mi información con tres o cuatro detalles... ¿Ustedes venían de un almuerzo no?-Así es –intervino García.-¿Y alguien sugirió tomar un refresco, no es así?-En efecto... y fui yo quien hizo la invitación...-Perfecto, usted hizo la invitación... ¿También hizo el pedido de los refrescos?-También –respondió García con un levísimo presentimiento en el fondo del alma-¿Qué pidió... lo recuerda?-Sí, naturalmente... éramos ocho en total, mi suegra, que en paz descanse, mis cuñadas...-¡No; no –le interrumpió el pesquisa- le pregunto qué fue exactamente lo que pidió usted...-Bueno... éramos ocho –a García le temblaba la mano sin una explicación razonable- y por lo tanto; pedía siete botellas de gaseosa; para nosotros; y un jugo de piña para mi suegra... a la señora le encantaba el jugo de piña...-¿El jugo de piña... al natural? Recalcó el policía.-Sí, en efecto, al natural... a ella le gustaba mucho el jugo de piña...-Y, dígame –su interlocutor lo miró directamente a los ojos- dónde exactamente, llevó usted a su suegra p ara invitarle ese jugo de piña al natural... dónde.García se humedeció los labios.-¿Bueno; en la calle... donde hay esas gentes que venden jugos...!-¿Dónde?. Exactamente dónde? –repitió el policía.-Bueno –se resignó García- En la esquina del Parque Universitario con el Ministerio de Educación... allí donde venden refrescos...-¿Allí le invitó usted un jugo de piña al natural? –hizo una larga pausa; respiró hondo y continuó- señor García queda usted detenido, por asesinato con premeditación, alevosía, ventaja y sadismo. Sólo un asesino puede invitar un jugo de piña al natural en la esquina del Parque Universitario con el Ministerio de Educación...Le dieron treinta años, pero pudo salir antes por buena conducta

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Otro divertido cuento, Sofocleto


INCOMPATIBILIDAD


Pocos saben que, a los veintiún años, me casé con Rose-Marie en Inglaterra.Linda chica. Tenía un cuerpo maravilloso y una cara perfecta. De modales exquisitos, se había educado en el mejor colegio de Londres y tartamudeaba el inglés deliciosamente bien. La conocí en casa de Sr Bertrand Russell, donde nos presentó mi tío Norman, y el mío fue un amor a primera vista. En efecto, el viento le alzó la falda y la primera vista. En efecto, el viento le alzó la falda y la primera vista de su armonioso muslo derecho fue suficiente para movilizarme tal entusiasmo sanguíneo que, esa misma tarde, presenté mi solicitud de matrícula en dicho organismo. Claro, se ve un muslo, se imagina el otro... por regla de proporciones se visualiza la cintura, se calcula el busto... Y el resto lo pone el cerebro, que a mí se me recalentó como un radiador sin agua. Pero en Inglaterra (por lo menos hasta 1947) la matrícula era una cosa y el ingreso era otra, por lo cual tuve que recorrer las etapas tradicionales de jugar tenis, cricket, rummy y otras formas de sport que constituyen el romanticismo británico. Finalmente, Rose-Marie me llevó a Surrey para conocer a su padre y someterme al interrogatorio reglamentario, natural cuando se trata de un extraño que viene con el evidente propósito de cepillarse a la hija de uno:

-Perú, Yo nací en el Perú –respondí, absolviendo una pregunta de mi posible suegro... -¡Oh, really?! ¡How exotic born place is that of yours! ¡I like Africa very much…!Bueno, el viejo era una bestia en geografía, pero al segundo litro de cognac comenzó a llamarme “hijo” y mientras subíamos las escaleras –evento que nos tomó una hora porque los escalones se movían demasiado- acordamos celebrar el matrimonio ocho días después porque yo, francamente, estaba muy apuradito. Nos casamos en privado ya que, recién terminada la guerra, no era cuestión de andar en ceremonias y nos fuimos a Escocia para que el viaje de bodas nos saliera más barato. Era invierno y Rose-Marie tenía las manos frías, hecho que atribuí a la nerviosidad de quien está en vísperas. Sin embargo, por la noche –ya instalados en el escenario del vergel- salí del baño, bien regado en agua de colonia y con el cerebro echando chispas, cuando me sorprendió la baja temperatura del dormitorio. “Se olvidaron de abrir la calefacción”, pensé, y añadí para mis adentros, con ese egoísmo de los hombres: “Me abrigaré con Rose-Marie”. Ella, mientras tanto, me esperaba (ya instalada en el vehículo del amor) leyendo un libro titulado “Como educar al perro”, porque pensábamos comprarnos uno. Fue entonces cuando descorrí las sábanas y alcancé a meter una pierna antes de lanzar un alarido al tropezarme con un pie de Rose-Marie, cuya temperatura calculé en 200 grados bajo cero. “¡Bah, las mujeres tienen los pies fríos –me consolé- pero se les calientan en dos minutos!”. De todas maneras, le invité un brandy doble y esperé un prudente cuarto de hora antes de lanzarme al cumplimiento de mis obligaciones maritales. Así lo hice, entrando a la cama, enérgicamente, por el lado izquierdo y saliendo disparado violentamente por el lado derecho, cuando comprendí que sólo un esquimal, envuelto, en pieles, podía soportar aquel frío alucinante. “¿Estará muerta?”, me pregunté. Pero, no Rose-Marie parecía estar de los más cómoda en aquella refrigeradora y, antes bien, me advirtió:-Entra a la cama, dear... estamos en invierno y te puedes resfriar...Entré. Se me cortó la respiración y sentí que los bronquios se me llenaban de nieve, antes de comprender que no se trataba de la calefacción o el clima sino de la propia Rose-Marie, cuya frialdad hubiera hecho la envidia de un cadáver. Estornudé y tuve que sujetarme la nariz para que no se me desprendiera del rostro. “¡No importa –me dije- moriré peleando! Y la abracé bajo las sábanas, convirtiéndome automáticamente en 85 kilos de carne congelada. Vino el médico. “Gangrena generalizada –diagnosticó- hay que amputarlo de pies a cabeza”. Pero un milagro me salvó y cuatro meses más tarde volví a la carga. Me fui con Rose-Marie al trópico y la expuse ocho horas al sol “antes de...”, pero o hubo “de...” ni nada porque fue imposible calentarla más acá de los 14° bajo cero. Consulté a un especialista:-Doctor, ¿Cuántas calorías se necesitan para convertir a una inglesa en ser humano...?

-No alcanzaría la producción mundial, joven...Insistí. La pase en baño-maría y recibí quemaduras de tercer grado cuando intenté compartir la tina con ella. La llevé a las aguas termales y la empresa demandó a mi mujer por haberle congelado los chorritos. Pensé que el sauna resolvería mis problemas y me deshidraté en el intento. Compré cuarenta bolsas de agua caliente, las puse en la cama y me cubrí con una frazada eléctrica al máximo, pero cuando Rose-Marie se acostó produjo un corto-circuito que nos dejó sin luz. En la oscuridad, buscando encender un fósforo, me tropecé con ella y le di un beso. La encontré mucho menos fría que de costumbre. Encendí un fósforo. Era la refrigeradora. Entretanto, mi mujer había manifestado el deseo de tener un hijo y, mientras, le compré el perro prometido. Durmió con nosotros en el cuarto y al día siguiente lo enterramos como estaba, sin sacarle el témpano. Entonces le compré un pingüino pero mi mujer insistía en el hijo. “¡Esta va a morir más virgen que María Santísima –maldije- porque en vez de hijo va a dar a luz un ice cream”. Y pensé en la inseminación artificial, aplicando un método de mi invención, pero fracasó. Fue entonces, cuando se produjo un incendio en el Hotel Royal, donde vivíamos. Me avisaron por teléfono. “¡Si no se calienta con un incendio no se calienta con nada –pensé- esta es mi oportunidad!”. Y volé al hotel. Cuando llegué encontré el hotel en escombros. Sólo mi habitación estaba intacta. Al día siguiente pedí el divorcio y nos despedimos como amigos. Tres años después se casó con Richard Cold pero el matrimonio duró poco y también se divorciaron. Me encontré con Richard y me explicó:. “¡Demasiado sensual para mi temperamento, dear... no se puede vivir con una mujer tan fogosa...!” Nos tomamos unas cuantas botellas de scotch y, hasta hoy, vivo preguntándome desconcertado:

-¿Cómo harán los ingleses para reproducirse...?Creo que no llegaré a saberlo nunca.

*Los cuentos que publico son una recopilación de años que tengo guardado, creo que no encontrarán lo mismo en otros blogs a menos que lo hayan copiado de acá, seguiré añadiendo algunos que tengo, como también de otros autores no necesariamente peruanos, disfruten la lectura.

martes, 4 de noviembre de 2008

Ribeyro por siempre.


LA INSIGNIA


Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
--
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.- Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.- Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.- ¿Y quién lo introdujo?Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...- ¿Quién? ¿Martín?- Sí, Martín.-!Ah, es un colaborador nuestro!- Yo soy un viejo cliente suyo.- ¿Y de qué hablaron?-Bueno... de Feifer.-¿Qué le dijo?-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía-¿No lo sabía?- No -repliqué con la mayor tranquilidad.- ¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?- Eso también me lo dijo.-!Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.-!Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.
--
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
--
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.
(Lima, 1952)

lunes, 3 de noviembre de 2008

Sofocleto, otro cuento.

EL GATO

El gato es como un resorte forrado en terciopelo.De noche, cuando todo está oscuro, el gato enciende sus ojos aprovechando la electricidad que tiene en el lomo y recorre con ellos todos los rincones de la habitación, buscando, como hacen en las cárceles con los reflectores, la presencia de un ratón aficionado a la vida nocturna.Yo tuve un gato tuerto. Y de noche, como encendía solamente un ojo, nunca supe si el gato estaba arriba o debajo de ese ojo. Una vez vi sus dos ojos prendidos en la oscuridad. Entonces encendí la luz y encontré dos gatos. El mío y otro. Los dos eran tuertos. Los dos, un año antes, habían recibido la misma patada del mismo vecino, que quiso darle a mi gato en medio de los dos ojos, pero que le dio a un ojo en medio de los dos gatos. Total, los dos quedaron tuertos. Como vivía en una provincia de la sierra donde sólo teníamos gato el Juez., el párroco y yo, decidí quedarme nomás con mi gato tuerto. Y mi gato andaba de aquí para allá, con un solo farol en la cara. Pero como el animal tenía corriente eléctrica para dos ojos, el que le quedaba bueno iluminaba por valor de doscientas bujías. Y a veces yo estaba dormido y venía el gato y me miraba de cerca. Entonces yo creía que era de mañana y me vestía bajo la luz del gato. Pero le tenía cariño al gato y no quería abandonarlo, de manera que le puse un esparadrapo en el ojo para que no me molestara de noche. Sin embargo, como su luz era tan potente atravesaba el esparadrapo y el gato todo adquiría un aspecto tan espeluznante que no tuve otro remedio que volver a ponerle el ojo en circulación. Una noche lo puse en la calle. Me dio la impresión de un automóvil en miniatura, con su enorme faro busca huella. Me conmovió y lo volví a meter en la casa. Sin embargo, buenos servicios me prestaba el pobre. Una vez se malogró la luz en el pueblo y yo tenía invitados a comer. Sin luz no podía haber comida. Entonces puse al gato sobre el aparador y así pudimos comer con buena luz. Lo único, que cuando estábamos en el café al gato le entró un poco de sueño, y cerraba los ojos dejándonos a oscuras. Entonces, el Juez le hacía “¡pist, gato!” y el farol volvía a prenderse. Así terminamos la comida y al final acompañé a mis invitados hasta la puerta, llevando al gato bajo el brazo para alumbrarles el camino.Otra vez se metió un ladrón. Eran como las tres de la mañana y, como el gato dormía, la casa estaba completamente a oscuras. Mi linterna se había malogrado, de manera que agarré al gato con una mano y, tapándole el ojo con la otra, bajé las escaleras despacito hasta que vi la sombra del ladrón en el comedor. Entonces le di el alto y destapé el ojo del gato. Por unos instantes el ladrón se encandiló, pero luego me disparó una luz poderosísima en la cara y me dejó momentáneamente ciego. Entonces mi farol, digo, mi gato, se me escapó de las manos y se subió a una repisa. Y allí se quedó como una lámpara de minero contemplando el aparador donde estaba la carne.Yo no sabía qué hacer. Y allí me habría quedado toda la noche de no haber ocurrido algo realmente notable. La linterna del ladrón pegó un salto descomunal y fue a situarse junto al ojo de mi gato, de tal manera que la linterna y mi gato parecían un solo gato con sus dos ojos en orden. Comprendí al momento que el ladrón usaba al otro gato tuerto de linterna, ignorando que en mi casa había un gato igualmente tuerto. Supuse que el hombre estaría sumamente sorprendido de ver dos luces en lugar de una. Y más sorprendido todavía, viendo que una luz apuntaba fijamente al aparador de la carne, y la otra recorría desesperadamente el cuarto, buscando una salida por donde escaparse.Como yo le llevaba una ventaja al ladrón, porque conocía la existencia de un segundo gato tuerto y él no, aproveché para saltar sobre él y amenazarlo con el revólver. Todo habría resultado perfecto si no hubiera sucedido algo que tanto el ladrón como a mí terminó de desorientarnos. Encima de la repisa donde estaba mi gato y el gato del ladrón había ahora tres gatos. Es decir, tres faroles. Pero el nuevo personaje debía ser un gato mal alimentado, porque su luz era más bien un tanto amarillenta y cada cierto tiempo se apagaba completamente, sorprendiéndonos a todos. Inclusive a los otros dos gatos, que lo miraban llenos de curiosidad y bañándolo con dos chorros de luz. En estas contemplaciones estaba cuando el ladrón, aprovechando mi sorpresa, se escapó por donde había venido.Dispuesto a solucionar el misterio, encendí las luces del comedor y, tal como había pensado, hallé tres gatos. Separé el mío y, agarrando al gato sin acumulador le froté una franela en el lomo hasta que comprobé cómo había cargado electricidad. Para comprobar los resultados lo saqué a la calle. Iluminaba hasta más allá de la plaza. Entonces lo solté. Era un misterio saber dónde había perdido el ojo ese tercer gato. Unos meses más tarde descubriría que la patada del vecino alcanzó para los tres animalitos, a ojo por lomo.La noche siguiente, el muchacho de la limpieza me dijo:-Señor, atrás, en la bodega de la casa hay un puma. Lo sé por la separación entre ojo y ojo. Debe ser un gran puma porque los ojos están a diez centímetros uno del otro... he visto sus ojos brillar en la oscuridad.Le expliqué entonces lo que ocurría con los gatos tuertos, y se fue tranquila a sacar un poco de arroz de la bodega. Evidentemente, los gatos estaban más separados que de costumbre. Pero, en fin, nadie sabe lo que pasa entre gato y gato, de manera que no me preocupé.Al día siguiente organizamos una batida para matar al puma que se había comido al muchacho de la limpieza, pero no lo encontramos. Fue una espera de días y días, hasta que una noche, contra la oscuridad del patio interior, divisé las dos luces de que me hablara la muchacha. Estaban efectivamente a diez centímetros una de otra. Un señor puma. Apunté con cuidado, para darle entre los dos ojos, pero éstos ni siquiera parpadearon. Siguieron mirándome unos segundos y luego cada uno de los dos ojos se fue por su lado.Atraídos por el disparo llegaron unos vecinos. Trajeron luces. Sobre las losas del patio había un gato muerto. Era el tercer gato. Cuando hice el disparo se encontraba entre sus dos amigos. Pero su ojo no iluminaba, se le había vuelto a descargar el lomo.Lo enterré en el jardín, envuelto en un pedazo de franela. Y a veces, cuando me asomo al patio para tomar el aire, no sé si eso que brilla bajo las rosas es un rayo de luna sobre la tumba del gato, o es el ojo del gato que mira fijamente, muy fijamente a la Luna.A la Luna, que es también el único ojo de la noche.