miércoles, 5 de noviembre de 2008

Otro divertido cuento, Sofocleto


INCOMPATIBILIDAD


Pocos saben que, a los veintiún años, me casé con Rose-Marie en Inglaterra.Linda chica. Tenía un cuerpo maravilloso y una cara perfecta. De modales exquisitos, se había educado en el mejor colegio de Londres y tartamudeaba el inglés deliciosamente bien. La conocí en casa de Sr Bertrand Russell, donde nos presentó mi tío Norman, y el mío fue un amor a primera vista. En efecto, el viento le alzó la falda y la primera vista. En efecto, el viento le alzó la falda y la primera vista de su armonioso muslo derecho fue suficiente para movilizarme tal entusiasmo sanguíneo que, esa misma tarde, presenté mi solicitud de matrícula en dicho organismo. Claro, se ve un muslo, se imagina el otro... por regla de proporciones se visualiza la cintura, se calcula el busto... Y el resto lo pone el cerebro, que a mí se me recalentó como un radiador sin agua. Pero en Inglaterra (por lo menos hasta 1947) la matrícula era una cosa y el ingreso era otra, por lo cual tuve que recorrer las etapas tradicionales de jugar tenis, cricket, rummy y otras formas de sport que constituyen el romanticismo británico. Finalmente, Rose-Marie me llevó a Surrey para conocer a su padre y someterme al interrogatorio reglamentario, natural cuando se trata de un extraño que viene con el evidente propósito de cepillarse a la hija de uno:

-Perú, Yo nací en el Perú –respondí, absolviendo una pregunta de mi posible suegro... -¡Oh, really?! ¡How exotic born place is that of yours! ¡I like Africa very much…!Bueno, el viejo era una bestia en geografía, pero al segundo litro de cognac comenzó a llamarme “hijo” y mientras subíamos las escaleras –evento que nos tomó una hora porque los escalones se movían demasiado- acordamos celebrar el matrimonio ocho días después porque yo, francamente, estaba muy apuradito. Nos casamos en privado ya que, recién terminada la guerra, no era cuestión de andar en ceremonias y nos fuimos a Escocia para que el viaje de bodas nos saliera más barato. Era invierno y Rose-Marie tenía las manos frías, hecho que atribuí a la nerviosidad de quien está en vísperas. Sin embargo, por la noche –ya instalados en el escenario del vergel- salí del baño, bien regado en agua de colonia y con el cerebro echando chispas, cuando me sorprendió la baja temperatura del dormitorio. “Se olvidaron de abrir la calefacción”, pensé, y añadí para mis adentros, con ese egoísmo de los hombres: “Me abrigaré con Rose-Marie”. Ella, mientras tanto, me esperaba (ya instalada en el vehículo del amor) leyendo un libro titulado “Como educar al perro”, porque pensábamos comprarnos uno. Fue entonces cuando descorrí las sábanas y alcancé a meter una pierna antes de lanzar un alarido al tropezarme con un pie de Rose-Marie, cuya temperatura calculé en 200 grados bajo cero. “¡Bah, las mujeres tienen los pies fríos –me consolé- pero se les calientan en dos minutos!”. De todas maneras, le invité un brandy doble y esperé un prudente cuarto de hora antes de lanzarme al cumplimiento de mis obligaciones maritales. Así lo hice, entrando a la cama, enérgicamente, por el lado izquierdo y saliendo disparado violentamente por el lado derecho, cuando comprendí que sólo un esquimal, envuelto, en pieles, podía soportar aquel frío alucinante. “¿Estará muerta?”, me pregunté. Pero, no Rose-Marie parecía estar de los más cómoda en aquella refrigeradora y, antes bien, me advirtió:-Entra a la cama, dear... estamos en invierno y te puedes resfriar...Entré. Se me cortó la respiración y sentí que los bronquios se me llenaban de nieve, antes de comprender que no se trataba de la calefacción o el clima sino de la propia Rose-Marie, cuya frialdad hubiera hecho la envidia de un cadáver. Estornudé y tuve que sujetarme la nariz para que no se me desprendiera del rostro. “¡No importa –me dije- moriré peleando! Y la abracé bajo las sábanas, convirtiéndome automáticamente en 85 kilos de carne congelada. Vino el médico. “Gangrena generalizada –diagnosticó- hay que amputarlo de pies a cabeza”. Pero un milagro me salvó y cuatro meses más tarde volví a la carga. Me fui con Rose-Marie al trópico y la expuse ocho horas al sol “antes de...”, pero o hubo “de...” ni nada porque fue imposible calentarla más acá de los 14° bajo cero. Consulté a un especialista:-Doctor, ¿Cuántas calorías se necesitan para convertir a una inglesa en ser humano...?

-No alcanzaría la producción mundial, joven...Insistí. La pase en baño-maría y recibí quemaduras de tercer grado cuando intenté compartir la tina con ella. La llevé a las aguas termales y la empresa demandó a mi mujer por haberle congelado los chorritos. Pensé que el sauna resolvería mis problemas y me deshidraté en el intento. Compré cuarenta bolsas de agua caliente, las puse en la cama y me cubrí con una frazada eléctrica al máximo, pero cuando Rose-Marie se acostó produjo un corto-circuito que nos dejó sin luz. En la oscuridad, buscando encender un fósforo, me tropecé con ella y le di un beso. La encontré mucho menos fría que de costumbre. Encendí un fósforo. Era la refrigeradora. Entretanto, mi mujer había manifestado el deseo de tener un hijo y, mientras, le compré el perro prometido. Durmió con nosotros en el cuarto y al día siguiente lo enterramos como estaba, sin sacarle el témpano. Entonces le compré un pingüino pero mi mujer insistía en el hijo. “¡Esta va a morir más virgen que María Santísima –maldije- porque en vez de hijo va a dar a luz un ice cream”. Y pensé en la inseminación artificial, aplicando un método de mi invención, pero fracasó. Fue entonces, cuando se produjo un incendio en el Hotel Royal, donde vivíamos. Me avisaron por teléfono. “¡Si no se calienta con un incendio no se calienta con nada –pensé- esta es mi oportunidad!”. Y volé al hotel. Cuando llegué encontré el hotel en escombros. Sólo mi habitación estaba intacta. Al día siguiente pedí el divorcio y nos despedimos como amigos. Tres años después se casó con Richard Cold pero el matrimonio duró poco y también se divorciaron. Me encontré con Richard y me explicó:. “¡Demasiado sensual para mi temperamento, dear... no se puede vivir con una mujer tan fogosa...!” Nos tomamos unas cuantas botellas de scotch y, hasta hoy, vivo preguntándome desconcertado:

-¿Cómo harán los ingleses para reproducirse...?Creo que no llegaré a saberlo nunca.

*Los cuentos que publico son una recopilación de años que tengo guardado, creo que no encontrarán lo mismo en otros blogs a menos que lo hayan copiado de acá, seguiré añadiendo algunos que tengo, como también de otros autores no necesariamente peruanos, disfruten la lectura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

JUAZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ